La sociedad civil reacciona ante la mayor catástrofe natural del siglo XXI
Solidaridad ante la tragedia
La sociedad española ha reaccionado ante la mayor catástrofe natural del siglo XXI con una impresionante muestra de compromiso, empatía y, sobre todo, solidaridad. La DANA que el 29 de octubre arrasó las provincias de Albacete y, especialmente, Valencia, dejó un doloroso rastro de destrucción, con centenares de muertos y desaparecidos. Ante esta situación, miles de voluntarios se movilizaron para ayudar a las víctimas de la riada y tratar de devolver la normalidad a las localidades devastadas.
Por Daniel Alonso
A lo lejos, los altavoces que han instalado en uno de los pueblos emiten sin cesar una frase: “Por favor, dejen de tirar agua a la calle, porque se están produciendo embozos y comenzarán a salir heces del alcantarillado”. Esta es la deprimente cantinela que da la bienvenida a los cientos de voluntarios —la mayoría no tienen más de 25 años— que el martes 5 de noviembre, una semana después de la tragedia, iban en procesión hacia los pueblos que están a las afueras de Valencia. “¿Y qué otra cosa podemos hacer?”, se pregunta Sonia Salvador, que carga con varias escobas por el camino de tierra en dirección a Masanasa, uno de los pueblos inundados.
El recuento oficial indicaba más de 200 muertos y desaparecidos, 24.000 alumnos sin colegio y más de 70 municipios afectados. A eso hay que sumarle un reguero incontable de miradas abatidas y cuerpos alicaídos que llevan días batallando contra una masa ingente de barro. Sonia ha venido con otras cuatro amigas a echar una mano. Ya es el quinto día seguido para alguna de ellas. Están cansadas, pero no lo dicen. “Se me quita el cansancio cuando pienso en la suerte que tenemos de estar bien”, dirá después, al final de la tarde, cuando se haga de noche y al cansancio de haber pasado todo el día de pie cargando cubetas de barro se le añada el paseo de una hora de vuelta a casa.
Hay un elemento estrella que lo cubre todo con un manto de desesperanza inevitable: el barro, el lodo en sus distintas versiones; más seco o más líquido, pero siempre marrón
Pero hasta que llegue ese momento todavía tienen que pasar muchas cosas. De momento son las 11 de la mañana. Sonia y sus cuatro amigas ya han conseguido aparcar cerca de La Rambleta. Es un centro cultural reconvertido en lugar de coordinación de toda la ayuda para los pueblos afectados; está cerca de la carretera cortada que da a los pueblos. De ahí salen víveres, productos de limpieza o pañales en las bolsas de los que van andando, en vehículos autorizados o en los macutos de voluntarios que van en bicicleta hasta las zonas más alejadas. Poco después de La Rambleta, al comienzo del paseo ingrato que lleva hasta los pueblos, está el desvío artificial del río Turia.
Se hizo después de la riada que hubo en 1957, la última que se recordaba en la ciudad de Valencia —dejó 81 muertos oficialmente, aunque algunas fuentes elevan a más de 300—, y esta vez la ha salvado la destrucción. “Normalmente está vacío”, explica Sonia mientras cruza el puente, “pero el otro día estuvo a punto de desbordarse”. Los vídeos muestran un cauce de más de 200 metros de ancho y varios metros de alto lleno de agua. Estuvo a un palmo de desbordarse por la cantidad que se acumuló en tan poco tiempo.
Nada más cruzar se empiezan a vislumbrar las primeras pistas de la tragedia. “Es como entrar en una zona de guerra”, dice Natalia Vella, de 23 años, una de las amigas de Sonia. El panorama cambia completamente. La cuneta está llena de metales, basura, un coche cruzado entre dos árboles, una mediana tumbada, más coches destartalados, vallas caídas. Y hay un elemento estrella que lo cubre todo con un manto de desesperanza inevitable: el barro, el lodo, en sus distintas versiones, más seco o más líquido, más pastoso o menos, pero siempre barro marrón, aquí y allá, da igual donde se pose la mirada porque lo cubre todo, desde la pared blanca de una casa hasta el peluche de un niño, una silla o la pizarra de un colegio. “Por favor, dejen de tirar agua a la calle, porque se están produciendo embozos y comenzarán a salir heces del alcantarillado”, se vuelve a escuchar por los altavoces.
“Es como entrar en una zona de guerra”, describe una joven voluntaria
Pero antes de entrar en los pueblos, antes de meterse en faena y hacer precisamente eso —porque no hay otra manera de luchar contra la impotencia más que achicando barro—, hay que prepararse. Cada vez huele peor, el lodo cada vez irrita más la piel y da más miedo. El riesgo de infecciones es alto, advirtió el ministerio de Sanidad. El agua lleva días estancada y ha estado en contacto con detergentes, animales muertos, heces y otras sustancias peligrosas. “Chicas, yo me voy a poner ya las botas”, dice Natalia Vella, de 23 años, una de las amigas de Sonia. Ha llegado el momento, así que se sientan en el bordillo de la rotonda justo antes de entrar al pueblo y empiezan a prepararse para entrar.
A falta de petos impermeables y equipo de protección serios, lo que hace la mayoría de la gente es ponerse una bolsa de basura entre el calcetín y la bota. Luego se fijan con cinta aislante la parte alta de la bolsa de basura alrededor de la rodilla, para que no entre ni el aire ahí dentro. Con eso, una mascarilla y unos guantes de obra, están listas para empezar a ayudar. Después del paseo de una hora hasta Masanasa ya son las 12, el sol cae con fuerza y desde las calles del pequeño pueblo a las afueras de Valencia empieza a llegar un olor fuerte. Sonia y el resto se levantan y empiezan a caminar hacia la calle Ausiás March.
El olor se intensifica, los pies empiezan a hundirse en el barro, pero los voluntarios trabajan como si nada. El olor entra por la nariz y no sale, se queda ahí, en la boca, en el cerebro, un olor que parece mezcla del calor, los restos tóxicos y la basura —muebles enteros, sillas, peluches, libros— que está apilada en el exterior de las puertas de los edificios. La mayoría son de dos o tres plantas. La marca de agua en esta zona supera los dos metros de altura. Hay otros voluntarios trabajando en los bajos, ayudando a sacar el agua, así que ellas avanzan un poco más lejos, donde el lodo cubre hasta las espinillas, y se juntan a un grupo de gente que está ayudando a limpiar la planta baja de uno de los pisos.
El pueblo salva al pueblo
En la primera planta de otra de las casas está José Moreno, de 24 años, ya cubierto de barro por el trabajo que ha estado haciendo con sus amigos. Vienen de Castellón y del norte de Valencia. “Todos nuestros ratos libres ahora son quedar y venir a ayudar en lo que se pueda”, dice este joven de la “generación de cristal”. Así la llaman. “El pueblo salva al pueblo”, dice su compañero, repitiendo un lema que ha sonado mucho en redes sociales. José y sus amigos han conseguido retirar el barro del bajo de la casa, sacar todos los muebles inservibles de la casa y limpiar. Se despiden de los propietarios y se marchan a buscar otra zona en la que ayudar.
Lucha por sobrevivir
La casa es de la hija de Juan José, de 83 años, un señor mayor que también se ha puesto los guantes y se ha manchado de barro intentando echar una mano a los jóvenes. El interior está más o menos limpio, pero vacío. Donde antes había un sofá, una televisión, una pequeña estantería, ahora no hay nada. “Esto es una catástrofe”, sentencia Juan José con tono sombrío. “Mira donde ha llegado la marca del agua”, dice, y señala la línea mortuoria de más de dos metros de altura que recorre la pared. La hija, madre de un chico de 15 años, vive en la casa desde hace cuatro años. Estaba prácticamente nueva antes de la riada. Prefiere no dar su nombre para preservar su intimidad, pero accede a contar su historia, una historia con un preludio terrible: “Yo pensé que me moría”.
Arrastrada por el torrente
Eran las ocho de la noche. Ella y su hijo estaban descansando en el piso de arriba. Estaba lloviendo, pero no tenían idea del peligro de inundación que les acechaba. Escuchó un ruido en la planta de abajo y bajó a ver qué estaba pasando. Cuando quiso subir de nuevo, la puerta de la calle se abrió de golpe por la fuerza del agua. Un torrente la arrastró desde la entrada hasta el otro lado de la casa. Ella, una mujer bajita de unos 50 años, intentaba sacar la cabeza, agarrarse a algo para poder respirar, pero era imposible. Las puertas se iban abriendo con la fuerza de la corriente y ella iba sumergida. “Empecé a tragar agua, y justo cuando estaba a punto de desmayarme, conseguí apoyar los pies aquí y sacar la cabeza”, cuenta impasible, como si estuviera relatando un recuerdo lejano.
Un fuerte y fétido olor lo impregna todo. La basura está apilada en la calle y el agua estancada, pero los voluntarios trabajan sin descanso sobre el lodo y sin equipos de protección en condiciones
Eso en lo que se apoyó es una encimera en el patio interior de la casa. Con los pies firmes sobre el mármol consiguió sacar la cabeza por encima de los dos metros de agua que habían inundado su casa y respirar, pero todavía tenía que escapar de ahí. El agua seguía entrando y empujándolo todo con su fuerza. La puerta que daba acceso a las escaleras para subir al piso de arriba se había cerrado de golpe. Se acercó nadando, pero no podía abrirla. Su hijo, en el piso de arriba, no paraba de gritar. “Mamá, mamá”, gritaba, cuenta la madre. Y luego le pregunta: “¿Qué hago? ¿Cómo te saco de ahí? Voy a llamar a los vecinos”, dijo, pero ellos tampoco tenían forma de ayudarles.
Lo intentaron con una cuerda a través del hueco de un pequeño patio de luz que hay en el centro de la casa, pero el chico no tenía fuerzas para levantar a su madre. Al final ella consiguió abrir la puerta que estaba atrancada, llegó hasta las escaleras, se agarró a la mano de su hijo y subieron a la primera planta. “Yo estaba temblando de frío, así que me metí directa a la ducha y me tumbé. Mi hijo también, y después se quedó dormido nada más entrar en la cama”. Ella no podía dormir. “Me pasé la noche en el balcón con los vecinos, hablando y viendo cómo subía y bajaba el río de agua que pasaba por la calle”, cuenta. Ahora solo la quedan heridas en los pies de aquella noche. “No me podía comunicar con nadie y estuvimos tres días sin luz ni agua”, sentencia.
Ayuda desinteresada
Las historias estallan en los oídos del que quiera escucharlas. Hay cientos, como esta y mucho peores. Al otro lado de la calle, en medio de un sol abrasador y un olor insoportable que provoca algunos mareos, las voluntarias todavía tienen fuerzas para continuar, y deciden cambiar de zona, porque Sonia tiene una amiga profesora de un colegio en Catarroja que necesita intervención. En una rotonda de camino al pueblo, entre parkings convertidos en desguaces de coches, está Fabio y dos amigas repartiendo comida. “¿Queréis algo?”. Se ha venido con su furgoneta desde Murcia. ¿Os han donado todo esto la gente de allí? “No exactamente”, dice Fabio. Su amiga lo aclara en un susurro: “Se ha gastado 1.000 euros en ello. Luego ha cogido su furgoneta y se ha plantado a la entrada de Catarroja para ayudar a los voluntarios, así, sin presumir. Hay cientos de historias así.
El colegio Sant Antoni de Pàdua ha pasado por días mejores. Un tractor agrícola con una pala enorme se lleva trozos del muro caído que lo rodeaba. Otra de las profesoras dice: “Ayer levantaron los coches y encontraron un cuerpo”. La policía se lo llevó de allí, y a seguir limpiando.
Nadie se queja demasiado, nadie se para a pensar. Tienen miedo de derrumbarse. El colegio está lleno de jóvenes sacando barro. Hasta que llegan las cinco de la tarde y empieza a bajar el sol. Todavía hay que hacer el camino de vuelta a casa. Amparo, otra de las profesoras: “Esto es la vida, y hay que salir y remontar con lo que haya. Anda que no hemos currado para que este sitio estuviera bonito, humildemente. Y de repente esto. Pero volveremos a salir, y mejor”. Lo dice, y mira a su compañera, pero ella le rehúye un poco la mirada. Muchos no tienen fuerzas ni para la esperanza, porque pensar en el futuro es pensar en los meses que quedan para que este colegio vuelva a la normalidad.
“Cuando estaba a punto de desmayarme, conseguí apoyar los pies y sacar la cabeza”
Durante el camino de vuelta, todavía se ve a la gente trabajando. Joaquín Pacheco se ha parado a descansar. Su casa está enfrente. “Vimos a una mujer en lo alto de la copa de un árbol”, cuenta. Lamenta que cuando pudieron salir a ayudarla ya no estaba... Ahora están achicando agua del garaje metiéndola en contenedores de basura, que luego suben y tiran a la calle. “Cada vez peor. Los bomberos dicen que no tenemos que sacarlo, pero ¿qué hacemos? ¿Cuándo van a venir a limpiarlo? Luego se seca y es imposible sacarlo”, dice, mientras cuatro tipos cansados empujan un contenedor lleno de lodo.
Es el último que sacan. Cae la tarde y la gente se sienta en sillas más o menos limpias en la calle a tomar algo y charlar, y si pueden, reír un poco, relativizar la tragedia que les ha caído encima y recobrar fuerzas para el día siguiente, porque todavía queda. A las ocho de la tarde, ya de vuelta en la ciudad Valencia —después de la caminata, las quejas acalladas porque los pies están muertos y el autobús lleno de gente—, los vecinos salen al balcón. Cargados con cacerolas, cucharas y una rabia incontenible contra los que aprovechan para saquear y, sobre todo, contra los políticos responsables. Pese a las advertencias de Aemet y otros organismos, el martes 29, día negro que quedará para la historia, no se priorizó la emergencia. Se llegó a transmitir que el temporal amainaría por la tarde y las alarmas no se enviaron a los móviles hasta las 20:11 horas, cuando ya muchas zonas estaban anegadas. Miles de valencianos lo están pagando con creces.
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