Cerca de 394.000 hectáreas han ardido este verano

Las cenizas de la España vaciada

Más de 390.000 hectáreas calcinadas, decenas de pueblos evacuados y un sistema de prevención que llega tarde: los incendios de este verano muestran el colapso del actual modelo forestal y el abandono que padece el mundo rural.

Por Daniel Alonso Viña

22/09/2025
Un incendio arrasa varios árboles.

“Yo dije, no me voy, no me voy”, cuenta Vicente San Juan, antiguo bombero forestal, desde Palacios de Jamuz, uno de los pueblos arrasados este verano por un incendio, en concreto el de Molezuelas de Carballeda, que calcinó 40.000 hectáreas a mediados de agosto, según el sistema Europeo de Información sobre Incendios Forestales (EFFIS por sus siglas en inglés). Es uno de los peores registrados este año, que a su vez ha sido uno de los más graves en la historia de los incendios en España: han ardido cerca de 394.000 hectáreas, se han contabilizado 53 grandes incendios (aquellos que superan las 500 hectáreas), 34.000 personas desplazadas y siete personas han fallecido engullidas por el fuego. Las condiciones meteorológicas (escasez de lluvia, temperaturas extremas), la nula gestión del bosque, la desaparición de la actividad agraria y el vaciamiento progresivo de los pueblos han creado el caldo de cultivo que ha provocado esta oleada de incendios. “Ha sido la tormenta perfecta”, asegura Ferran Dalmau-Rovira, ingeniero forestal y director de Medi XXI, una empresa consultora de ingeniería ambiental.

En Palacios de Jamuz (León), el fuego se coló por las calles del pueblo hasta alcanzar algunas de las casas. Las más viejas, las que estaban hechas con paredes de adobe y techo de madera, se han quemado y se han hundido sus cubiertas. Tiempo después, a las 11 de la mañana de un miércoles de finales de agosto, unos operarios intentaban quitar los escombros de un derrumbe en una de las calles peor paradas.

Excepto seis o siete casas, el resto del pueblo está relativamente bien. El fuego ha quemado la paja de algunos patios y se ha colado por otras calles sin asfaltar, pero el resto ha salido relativamente indemne. Días después de la tragedia se respiraba aún un aire cargado de las últimas partículas de humo que circulan por el aire en medio de un paisaje negro como el carbón, gris como la ceniza, y marrón como las hojas secas de la parte de alta de muchos de los árboles. “Da una tristeza insoportable abrir la ventana por la mañana y ver todo negro, negro”, confiesa en su casa la mujer de Vicente.

Pueblo en llamas

Aquella noche del 13 de agosto llegaron las llamas a su pueblo. La Guardia Civil y los efectivos de la Unidad Central de Emergencias (UME) les obligaron a evacuar porque el fuego avanzaba rápido por la planicie y no había efectivos suficientes para hacer un intento de pararlo. Ellos dijeron que no se iban. “Yo sé muy bien correr de un lado para otro”, asegura. Vicente trabajó durante muchos veranos de bombero en las Brigadas de Refuerzo en Incendios Forestales (BRIF) y sabe cómo es un incendio forestal, tenían agua de cinco mangueras estratégicamente colocadas alrededor de la casa y del pequeño huerto que justo va a dar a un río que corre tímido por detrás. El resto de la casa, que está casi a las afueras del pueblo, da a una carretera asfaltada y, por el otro lado, a un terreno de paja seca. Por allí vino el incendio. “Y nada, cuando empezó a acercarse”, cuenta sin darse demasiada importancia, “estuvimos al tanto, y dónde veías que se animaba el fuego apuntábamos con la manguera para apagarlo… porque si estás al tanto, esa llama que aparece en el tejado o en el jardín, lo apagas, pero si no estás, se quema todo”.

La casa, de dos plantas separadas por una escalera exterior, un jardín en la entrada, un pequeño huerto y una piscina en la parte trasera, fue levantada gracias al trabajo incansable de Vicente, que después de una vida trabajando había conseguido el dinero para hacerse esa pequeña fortaleza de paz y tranquilidad. Ha sido comerciante de setas por toda Europa, bombero en los veranos, regente de un bar en León y otros tantos trabajos que le han permitido sacar a su familia adelante y financiar esa casa. Ahora, con 69 años, es el lugar en el que pasa el tiempo, el lugar al que vienen sus hijos y sus nietos a descansar, a bañarse en la piscina y a comer los tomates y las peras tan sabrosas que salen de su huerto. Cuando la policía le dijo que iban a evacuar el pueblo, él tenía claro que no estaba dispuesto a irse. Aunque luego, cuando tenían el fuego encima, tuvo momentos de dudas.

Bomberos extinguen un incendio forestal.
Bomberos extinguen un incendio forestal.

“Hay que vivirlo esto”, cuenta mientras conduce con el coche por los caminos de tierra que antes daban acceso a las distintas parcelas de tierra. Antes había cebada, alubias, patatas, encinas. Ahora no queda nada y Vicente avanza rodeado de terreno calcinado. “Yo no tenía ningún miedo, pero de repente vino una nube de humo negro, muy denso, y tuve cinco minutos en los que me asusté de verdad”. Él y su mujer describen una y otra vez aquel incendio como algo exagerado, un fuego con vida propia, extraño. “Fue algo impresionante, había un aire raro, había tanto viento y calor que el fuego estaba en un sitio y, de repente, saltaba y aparecía en otra parte del campo”, cuenta recordando. La única buena noticia es que el fuego, de tan virulento, avanzaba rápido. En unas horas había superado su casa y casi el pueblo entero. Ellos lo habían conseguido.

Tragedia humana

Abel Ramos y Jaime Aparicio no tuvieron la misma suerte. “Eran amigos íntimos de la familia, muy buena gente”, cuenta Vicente. Abel era el contratista de la zona. Jaime atendía uno de los pocos bares que estaban activos y que juntaban a la gente de los distintos pueblos de la zona. Estaban juntos intentando hacer un cortafuegos con un tractor.

“Había cuatro o cinco, vino aquella nube de humo densa y al que la respirase, en cuatro o cinco respiraciones te desmayabas”. Cuando intentaron escapar y refugiarse en algún lugar cerrado ya era demasiado tarde. Abel murió en el mismo tractor con el que intentaba hacer el cortafuegos y Jaime en el hospital, unos días después, con unas quemaduras que habían afectado al 85% de su cuerpo. “Para nosotros fue el palo más gordo ha sido ese, porque el campo bueno, los años restablecen estas cosas, pero esas vidas ya no se recuperan”, lamenta Vicente. “Tenían una voluntad de hierro para hacer cosas por el pueblo, y todo eso murió con ellos”.  Desde que Vicente empezó a conducir por los caminos agrícolas solo se ve tierra quemada. La fauna es casi inexistente. De vez en cuando se escucha el piar de un pájaro posándose sobre una rama quemada, buscando una comida que está a kilómetros de aquí. Nada ha sido capaz de frenar el fuego: ni el río, ni la carretera ancha de asfalto, ni los cortafuegos, ni los caminos fueron capaces de pararlo. Se han quemado corzos, jabalís, aves, y hasta las colmenas de abejas que eran el sustento de muchos agricultores.

Ahora solo hay silencio, y por delante un futuro difícil, yermo como esta tierra. Vicente empatiza con los bomberos forestales, pero no con la administración que los comanda. “¿Qué van a hacer? Era imposible, yo he estado en esas brigadas y había ocasiones en las que el fuego era tan fuerte y los medios que teníamos tan escasos que no había nada que hacer, solo esperar”, se desahoga. “Y las administraciones dejan mucho que desear, no puede haber tanta descoordinación”.

La tormenta perfecta

Los incendios que este verano han arrasado el noroeste de España no han sido un accidente ni una simple consecuencia del cambio climático. Han sido el resultado de una acumulación de factores estructurales que han confluido como piezas de dominó mal colocadas: un paisaje inflamable, un mundo rural desmantelado, una gestión forestal insuficiente, un marco normativo mal entendido, una climatología extrema y una respuesta política marcada por el cruce de reproches. La suma de todo ello ha creado lo que el ingeniero forestal Ferran Dalmau califica como “la tormenta perfecta” que ha ennegrecido más hectáreas de bosque, pasto y siembra que nunca antes en la historia de España. Dalmau conoce de cerca el terreno: “El combustible de vegetación en ciertas zonas era altísimo, pero también hemos visto arder zonas sin tanto combustible. Eso quiere decir que las condiciones meteorológicas han sido extremas”. A las altas temperaturas —una ola de calor de 16 días, una de las más intensas desde 1950, según AEMET— se sumaron vientos fuertes, una humedad relativa bajísima y una sequía prolongada. Todo eso generó lo que se conocen como incendios de sexta generación: fuegos de comportamiento imprevisible, con capacidad para alterar las condiciones atmosféricas del entorno y crear nubes de pirocúmulos que favorecen tormentas de fuego. Estos incendios superan la capacidad de extinción de los operativos y se han vuelto más frecuentes y más destructivos.

Falta de inversión

Pero el fuego no solo prende por el exceso de calor o la falta de lluvia. Lo hace también porque el paisaje es cada vez más homogéneo, sin uso agrícola ni ganadero, con un monte bajo que ha sido abandonado y una masa forestal densa y continua. España ha aumentado su superficie forestal un 7% en las dos últimas décadas —hoy más del 56% del territorio—, pero no ha invertido en hacerla más resiliente, según la organización WWF. Al contrario: el 89% de los sistemas forestales protegidos se encuentran en estado “desfavorable”, según los datos oficiales del Gobierno para la red Natura 2000. El 24% están altamente estresados. Las montañas españolas han duplicado su volumen de madera con corteza, una acumulación de biomasa que actúa como gasolina en un incendio y hace que aumente exponencialmente su capacidad de propagación.

Un animal y un árbol calcinados.
Un animal y un árbol calcinados.

En paralelo se ha producido el colapso silencioso del mundo rural. En muchos pueblos no hay ya ni agricultores ni ganaderos. Solo casas vacías, techos de madera sin mantenimiento, zonas forestales que llegan hasta la puerta de casa y una sensación de que ha llegado el fin de una era de la que no consigue librarse. “Antes había cultivos, había discontinuidad, un cinturón de seguridad natural que protegía a los pueblos de un gran incendio como los que estamos viendo”, explica Dalmau. Hoy ese cinturón ha desaparecido. El abandono de los usos agrarios, la caída de la ganadería extensiva (un 40% menos de cabaña ovina en los últimos 30 años, según WWF) y la falta de rentabilidad del campo han transformado por completo el paisaje.

Gestión forestal

El vacío que ha dejado esa transformación no lo ha ocupado la gestión forestal. En palabras de Dalmau: “El mayor gestor forestal en este momento en nuestro país es el incendio”. La prevención sigue siendo la gran ausente. El experto calcula que sería necesario intervenir cada año al menos un 1% del suelo forestal (unas 280.000 hectáreas) con tareas de limpieza, desbroce y manejo del territorio. Para ello, haría falta una inversión estable de un millón de euros al año, además de reforzar la plantilla técnica en los pequeños ayuntamientos rurales, muchos de los cuales carecen de medios para tramitar siquiera los permisos necesarios para derribar los mitos que contribuyen a la parálisis del trabajo del campo.

Uno de los más extendidos es la creencia de que no se puede limpiar o desbrozar el campo por culpa de la normativa ambiental. “Eso es falso”, aclara Dalmau. “Lo que hace falta es un proyecto técnico y tramitarlo. El 60% del suelo forestal en España es privado, y la ley de protección civil ampara la intervención cuando hay riesgo para las personas. La protección de la vida humana está por encima de la protección medioambiental”.

Para WWF, no se trata solo de actuar sobre el monte, sino de restaurar el vínculo entre paisaje y sociedad. Proponen abandonar la lógica de la “emergencia permanente” y crear “paisajes para reducir las emergencias”, fomentando modelos agroforestales resilientes y restaurando zonas abandonadas. “No se trata de que todo el mundo vuelva a ser pastor, pero hay un término medio”, sostiene Dalmau. Ese término medio pasa por recuperar el paisaje mosaico: una mezcla de usos, aprovechamientos y discontinuidades que frena la propagación del fuego. También por reconocer el valor económico de los montes públicos bien gestionados: generan empleo, producen recursos y se queman menos.

Frente a esta necesidad de una nueva forma de gestionar el campo, la respuesta política ha dejado mucho que desear. Pedro Sánchez, el presidente de España, propuso en agosto un pacto de Estado contra la emergencia climática, pero el PP lo rechazó de plano. Castilla y León y Madrid, entre las comunidades más afectadas, reclamaron más medios y criticaron al Ejecutivo por no haber enviado antes al Ejército. El Ministerio de Defensa respondió que la UME (Unión Militar de Emergencias) solo actúa cuando las comunidades lo solicitan, y la vicepresidenta Sara Aagesen advirtió que algunas regiones, como Castilla y León, habían concentrado una parte desproporcionada de los recursos estatales, sin haber reforzado su propio operativo desde 2022.

La tensión se agravó en el Senado. Margarita Robles, ministra de Defensa, acusó a Alberto Núñez Feijóo de “girar el trabajo de las comunidades autónomas hacia la confrontación”, y recordó que el operativo estatal actuó donde se le pidió. Desde el PP, se acusó al Gobierno de actuar tarde y mal, y se dirigieron críticas duras a la directora de Protección Civil, a la que el portavoz popular Miguel Tellado llegó a calificar de “hooligan en favor del PSOE” y, anteriormente, de “pirómana”.

La batalla también se trasladó a las calles. El 29 de agosto, casi medio millar de personas, en su mayoría bomberos forestales, se concentraron frente a las Cortes de Castilla y León para pedir la dimisión del presidente autonómico, Alfonso Fernández Mañueco, y de su consejero de Medio Ambiente, Juan Carlos Suárez-Quiñones. En la protesta, los manifestantes denunciaron la privatización del operativo de incendios, exigieron más presupuesto para la prevención y quemaron imágenes de los dirigentes.

“Arde España por los recortes”, se leía en una pancarta. En el manifiesto leído se lamentaban de haber enterrado a compañeros muertos “sin medios suficientes” y de ver cómo ardían parques naturales y pueblos enteros sin una respuesta adecuada. “Muchos incendios pueden ser inevitables, pero no imprevisibles”, decía el texto.

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