Unas 4.000 personas, casi la mitad niños, sufren en esta vía madrileña el mayor caso de pobreza energética de Europa
Vivir a oscuras en la Cañada Real
El mayor asentamiento ilegal de Europa tiene a 1.600 familias pendientes de ser realojadas. Desde 2020, la mitad de la población, 4.000 personas, está sin luz. Nunca la tuvieron: se enganchaban a la red porque las compañías no les hacían contratos y se hacía la vista gorda. Tras el apagón por sobreconsumo, ni las denuncias al Consejo de Europa ni al del Defensor del Pueblo por vulneración de derechos han tenido éxito.
Por M. J. Álvarez
Vivo como mi abuela hace 60 años. Lavo a mano, apenas puedo tener el frigorífico encendido un par de horas al día, nos calentamos con una estufa de leña, nos duchamos con agua fría y la televisión de plasma está de adorno”, dice, resignada, Fátima, mirando a Azdin, el segundo de sus cuatro hijos que estudia con una linterna en el salón. Adil, el mayor, aprovecha la luz natural para revisar un tema de Geografía pegado a la ventana de su cuarto. Las pequeñas de la casa, Farah y Hoda, leen cuentos, juegan y saltan, felices, en la cama de sus padres con la luz mortecina que se filtra tras las cortinas descorridas.
Son las ocho de la tarde, ha lucido el sol y para ellos es una buena noticia. La familia de Fátima y Abderrazak, de 40 y 45 años, lleva desde el 2 de octubre de 2020 sin luz y, por ende, sin agua caliente ni calefacción. Aterrizaron desde Fez (Marruecos) buscando una vida mejor. Sus hijos, de entre 9 y 17 años, nacieron aquí. Han soportado ya cuatro inviernos, la Covid-19, la Filomena y se disponen a afrontar otro verano sin electricidad. Y los que les quedan. No son los únicos. Como ellos hay unas 4.000 personas —casi 1.800 niños— que viven a oscuras en dos de los seis sectores que forman la Cañada Real Galiana de Madrid: el V y el VI.
Narcos y sobrecargas
El apagón llegó por el desorbitado consumo provocado por las plantaciones de marihuana de los clanes de la droga, asentados en una pequeña parte de este asentamiento ilegal, el mayor de Europa. La sobrecarga provocaba caídas en el circuito y su aumento, un riesgo para la seguridad de las viviendas, indicaba la comercializadora en su día, que lo cortó.
Pagaron justos por pecadores. Luego, Naturgy instaló reconectores en los sectores V y VI que limitaron la potencia. “En el primero, aunque la cantidad es pequeña, permite a los vecinos organizarse y repartirse a duras penas el fluido; en el segundo es imposible”, reprocha María López, portavoz de la Plataforma Cívica por el Derecho a la Luz, integrada por medio centenar de entidades. Paneles solares y generadores suplen desde entonces las deficiencias.
“En invierno pasamos frío y en verano, calor”, indica Fátima señalando el aparato de aire acondicionado. “Cada año tenemos que cambiar las baterías. Cuestan 300 euros cada una; no podemos pagar otras más caras. Y el generador, además del ruido que hace, consume mucho combustible, sale carísimo. Solo lo ponemos un par de horas por la noche para que las niñas vean la tele y enchufar la nevera para no gastar”, precisan Abderrazak y su mujer.
En realidad, los residentes en este lugar nunca han tenido luz ni agua, pese a su empeño. ¿La solución? ‘Piratear’ los suministros de las compañías por su negativa a hacerles contratos. ¿El motivo? Las viviendas no disponen de cédulas de habitabilidad al ser ilegales porque el suelo no les pertenece. Es la pescadilla que se muerde la cola. Sobran los dedos de una mano para enumerar las edificaciones que tienen contadores, entre ellas, la iglesia de Santo Domingo de la Calzada, enclavada en el sector VI. Todo es irregular, aunque permitido. Y así sigue, salvo en los sectores V y VI.
Las viviendas no disponen de cédulas de habitabilidad al ser ilegales porque el suelo no les pertenece
“La legislación deja indefensos a todos los residentes en muchos aspectos, como en el de los suministros, un asunto que sigue aparcado”, precisa Agustín Rodríguez, el párroco. Lo mismo sucede con el agua, que la mayoría ha canalizado, pero en verano, cuando algunos la malgastan, otros se quedan sin ella.
“Esto es como todo, cuestión de lo que te puedas gastar. Cuantos más paneles tengas, más potencia. Con 7.000 o 10.000 euros el kit, que incluye la batería de litio, te da para la luz y para poner el frigorífico más tiempo. Y lo mismo ocurre con los generadores. La vitrocerámica pasó a la historia. Aquí se cocina con bombonas de butano”, asegura Elena Martín, residente la zona VI. Chimeneas, estufas de leña y de gas, sirven para calentarse en invierno y las dos primeras, para cocinar y calentar agua para la ducha.
Vía de casi 15 kilómetros
La Cañada es un enclave de 14,5 kilómetros de extensión que discurre por los municipios de Coslada, Rivas Vaciamadrid y Madrid (Vicálvaro y Villa de Vallecas). En él, la inseguridad o indefinición jurídica de lo que fue una vía pecuaria ha estado presente desde que empezaron a levantarse las primeras casetas para guardar los aperos de labranza de las huertas y de los animales, allá por los años 60, hasta hoy.
El hecho de que el suelo fuese propiedad del Estado condicionó a sus moradores: no podían tener la titularidad del terreno, pero eso no impidió que el asentamiento fuese creciendo al calor de la emigración y, con ello, las edificaciones y la compra-venta, sin que las autoridades lo impidieran. La oleada de inmigración propició que este lugar, a escasos 15 minutos del centro de la ciudad, aumentara sustancialmente.
Estigma y realojo
En 2005 llegaron los traficantes de la droga al sector VI, tras el derribo del poblado chabolista de Las Barranquillas, lo que hizo que se estigmatizara a toda la población, ajena al negocio de la adicción y la muerte. En 2011, una ley impulsada por la Comunidad de Madrid propició la desafección de la Cañada, lo que se tradujo en que el suelo dejó de ser de dominio público y pasó a ser propiedad de la Comunidad de Madrid.
Fue el primer paso para poner en marcha un plan entre las tres administraciones —central, regional y local— y reparar esa herida abierta en la que se hallan 7.280 personas y unas 2.500 viviendas, según el censo que se realizó entonces.
Todo ello se plasmó en el Pacto Regional por la Cañada de 2017, un hito histórico, que preveía realojar e integrar en los PGOU las zonas susceptibles de ser consolidadas como urbanas, como ha ocurrido con el sector I, el perteneciente a Coslada. Además, desde entonces, 286 familias integradas por más de 1.100 personas han pasado a ocupar un piso, precisan desde el Gobierno regional.
La previsión es hacer lo propio con otras 1.600 de aquí a 2034, según el protocolo firmado el pasado 15 de abril para el que se han destinado 330 millones a sufragar entre Ejecutivo central y la Comunidad, con 110 millones por cabeza, y los ayuntamientos de Rivas y Madrid, que aportarán el resto. Dividen las actuaciones en dos fases: de 2024 a 2028 y de 2028 a 2034. La inversión incluye medidas de integración y la cifra de realojos es de máximos, es decir, no todo el mundo accederá a un hogar, afirman.
Más años sin luz
Sin embargo, el descontento es palpable en la Cañada. “Las instituciones se han olvidado de lo más importante: si los realojos se van a gestionar en una década, ¿los que no tienen luz van a estar todo ese tiempo sin ella o tienen un plan para que las personas vulnerables, de las que tanto hablan, vivan en condiciones dignas?”, subraya Lidia Resani, presidenta del sector IV, enclavado en Rivas.
“Aquí hay diferentes realidades. Familias en situación de extrema vulnerabilidad y otras que viven un poco mejor: los que llevamos toda la vida y estamos en otro momento del proceso. A mí me duele contarles que aún no les van a dar el piso y que, mientras, van a estar sin luz. Que las administraciones lo celebren cuando quedan muchas cosas en el tintero... Es duro cuando ves en la última parte del barco a los más débiles”, recalca. En su tramo hay muchas familias que se quieren quedar y van a luchar por ello, contra la administración y donde quiera que sea, incide.
“Rechazamos el protocolo de realojos. En el acuerdo no han participado los vecinos y no marca plazos. No confío en las administraciones. Han incumplido el Pacto Regional de 2017 que garantizaba el suministro eléctrico. La solución pasa por firmar contratos para tener electricidad. Queremos pagar, todo esto es indignante, inaceptable y un maltrato psicológico”, recalca Houda Akrikez, presidenta de la asociación cultural Tamadol, residente en el sector VI desde 1994.
Y tacha de “excusa” barata el argumento del exceso de consumo por las plantaciones de marihuana. Después de cuatro años esa no es la razón, sino la especulación urbanística que anteponen a los derechos humanos”, aduce.
Mientras, el Gobierno regional se ha limitado a responder sobre la vulneración de lo acordado en el pacto y el “olvido” del asunto de la luz del protocolo: “Nosotros no realizamos ni cortes ni suministros, solo velamos porque las líneas sean seguras”.
El rosario de protestas y denuncias lideradas por los afectados ante lo que consideran una vulneración de derechos no han dado frutos. Una de las primeras, en 2020, fue contra Naturgy, que ampliaron a la Comunidad por incumplimiento del Pacto Regional. El juez dio la razón a la empresa que apuntó a incrementos de la demanda superiores al 60% entre junio y septiembre de 2020 y archivó el caso.
El Defensor del Pueblo ha realizado desde 2021 llamadas constantes para que se restablezca la energía e instó al Comisionado del Gobierno de la Comunidad a propiciar un uso temporal para viviendas fuera del ordenamiento. “No pueden estar una hora más sin luz”, precisó Ángel Gabilondo, quien calificó la situación de “emergencia humanitaria” e instó a las administraciones a identificar a los electrodependientes. También el Alto Comisionado para la Lucha contra la Pobreza Infantil pidió a la Comunidad el refuerzo de espacios con calefacción y agua caliente.
El Estado, denunciado
La Plataforma Cívica denunció en marzo de 2022 al Estado español ante el Comité Europeo de Derechos Sociales del Consejo de Europa por vulneración de derechos humanos. La respuesta llegó en octubre de ese año. “España debe dotar de luz y calefacción de forma inmediata a esa población como medida cautelar mientras se investiga la situación”, explica María López, portavoz de los demandantes.
“No estamos ante un caso de pobreza energética ni de emergencia humanitaria, sino de marginalidad extrema y de falta de reconocimiento y de servicios básicos que han sido suplidos por otras vías”, replicó el Estado ante la demanda colectiva de la Plataforma, indica.
“Ninguna de las recomendaciones han surtido efecto. Se está vulnerando hasta la Constitución. Hacen derribos ilegales y no retiran los escombros, en algunas zonas no hay recogida de basura ni pasa el cartero. Utilizan la Cañada como un vertedero, cada vez está más degradada con el fin de hacer a sus moradores la vida imposible. En vez de un protocolo de realojos lo que están haciendo es un protocolo de desalojos. Los están estigmatizando, abandonando y deshumanizando no facilitándoles el acceso a los servicios públicos para que se marchen”, reprocha la portavoz.
"Las instituciones se han olvidado de los más vulnerables. Si el plan de realojos durara una década, ¿hay un plan B o van a seguir sin luz?", señala una portavoz vecinal
¿Por qué no se soluciona este asunto? ¿De quién o de quiénes dependen? “Hay muchos culpables, cada uno en la medida de sus responsabilidades. Se oyen pocas propuestas serias para resolver el problema de los suministros que daría seguridad a la población. Este tema se ha convertido en un arma arrojadiza y se diluye en el ruido”, reflexiona el párroco de la iglesia de Santo Domingo.
¿Cuál es el impacto de ese desabastecimiento energético en los afectados? En cuanto a la salud, la física y la psíquica han empeorado, al agravarse sus precarias condiciones de vida y su frágil situación económica, así como la insalubridad debido a las deficientes construcciones de las viviendas. Las personas soportan temperaturas de hasta -10º en invierno y 40º en verano. Así lo evidenció un estudio de la Universidad Carlos III en 2023, que puso el acento en que la Cañada constituye el mayor caso de pobreza energética de Europa.
Enfermedades, intoxicaciones…
Enfermedades respiratorias, hipotermias, intoxicaciones por gas o por las chimeneas, problemas de visión, riesgo de incendios por el uso de velas y deshidratación son otros de los efectos para la población, según una investigación pericial realizada por el Centro SER(A). Junto a ello, cabe destacar el miedo por no saber que ocurrirá en el futuro (68%), así como rabia (82,7%), tristeza (90,25%) y pensamientos suicidas continuados (15,2%).
A nivel doméstico, la falta de electricidad provoca un deterioro en la alimentación al no poder guardar los alimentos en frío o cocinar de forma adecuada, así como en la higiene personal por la falta de agua caliente y calefacción, que dificulta secar la ropa en invierno. Acarrea, una carga añadida de trabajo para las familias, en especial para las mujeres.
“Mi hijo Adil, de 5 años y medio, sufrió una grave quemadura en una pierna al tropezar con la olla de agua que su madre preparaba para bañarle”, explica Said, de 54. A su mujer, otra Fátima, de 44, aún se le llenan los ojos de lágrimas cuando muestra la herida de su pequeño. En la pobreza hay grados y la familia de Said está todavía más abajo. Viven en la zona de Perales del Río (Getafe) y sufren el apagón desde siempre, aunque estuvieron conectados un tiempo al cableado de la M-50. No tienen agua. El Canal de Isabel II se la suministra y con ella llenan dos depósitos y media docena de garrafas. Mil litros en total.
“Tuve un aborto de gemelas por cargar peso. Estaba embarazada de cinco meses. Fue hace diez años y sufrí una grave depresión”, dice esta mujer sin perder la sonrisa, mientras no para de cocinar. Para cargar el móvil tienen que apagar las pequeñas bombillas de 12 voltios del salón. Parecen luces de Navidad y se cargan con los tres paneles solares que les regalaron. “Poner las de 220 es impensable, necesitaría tirar del generador y no me lo puedo permitir. Si enciendes una cosa, tienes que apagar otra porque este sistema no da para más. O pones la nevera o la lavadora. Así estamos”. Él llegó hace 26 años y ella, 16.
El tesón de muchas de estas personas, obligadas a realizar un sobreesfuerzo, es admirable. Fátima acude los martes y los jueves hasta la antigua fábrica de muebles que acoge a las ONG que trabajan en red para ayudar a esta población. Camina dos horas, una para ir y otra para volver, por un sendero polvoriento. Han cortado la carretera —“nos tienen encerrados”, recalca—, pero no falta ni un día. Estudia español y corte y confección.
Mosquito frente a elefante
“Nos quieren echar sin piso y sin dinero. Yo no me quiero ir, pero si me obligan, que me den lo que me corresponde: una casa gratis y el dinero de esta construcción. Dicen que no tengo derecho porque no firmé los papeles: lo hizo mi mujer. Mi caso está en manos de un abogado”, explica Said. Tiene toda la documentación en una carpeta. Y muestra recibos del IBI, por importe de 300 euros, que pagó hasta 2011 cuando Ana Botella dejó de cobrarlos. Y es que para tener derecho al realojo uno de los requisitos exigidos es estar empadronado antes del 31 de diciembre de ese año.
Said lo da todo por perdido. Vendió sus animales: 85 cabras y 15 ovejas cuando le dijeron que se tenían que marchar sin darle nada a cambio y ahí sigue, a la espera del resultado de la batalla judicial que ha emprendido, como Vilches y tantos otros, reclamando sus derechos. “Me siento como un mosquito frente a un elefante. Esto pasa en España, no en el tercer mundo sino en el primero. He venido a trabajar, no a buscar problemas. Estamos muy mal y tengo que tomar pastillas”, concluye, enojado.
A algunos les dejan tener luz y les dan viviendas porque les tienen miedo, dicen a media voz otros vecinos, en alusión a los integrantes de los clanes de la droga, que siguen vendiendo a pesar de las operaciones policiales en un reducto del sector VI.
No puede conectar oxígeno
Juan Ramón Vilches tiene 87 años. Está enfermo y no puede conectar el oxígeno el tiempo que debería. Tiene apnea del sueño y por las noches sí se ve obligado a colocarse el aparato para evitar riesgos. “Solo tengo siete placas, me costaron 7.000 euros y un generador y voy alternando que electrodoméstico usar”, precisa.
Su chalé, construido con sus propias manos, destaca en este lugar. “Aquí llevo casi 40 años, he criado a mis hijos y a algunos nietos. Ahora vivo con uno de ellos”. Trabajador de la construcción, aterrizó en la Cañada porque vivía con su suegra. “Ahora me ofrecen una vivienda de alquiler. Yo la quiero en propiedad y una indemnización. He invertido todos mis ahorros en esto, unos 20 millones de pesetas, y con la pensión de 600 euros no puedo hacer milagros. Que venga un tasador y valore todo esto”. No sabe qué será de su vida. “Ya no puedo esperar mucho”, se despide con una sonrisa.
Adil tampoco sabe cuánto tendrá que esperar. Va a cumplir 18 años, está en 2º de Bachiller y le gustaría estudiar algo relacionado con la Economía. Se organiza aprovechando las horas de luz y bajando el brillo del portátil, siempre en modo ahorro, para que le dure más la batería. Reconoce que lo pasó mal con la semipresencialidad durante la Covid. “Mis notas se resintieron hasta que me adapté”.
Su hermano, Azdin, de 14 años, cursa 3º de la ESO y explica que si antes tardaba un día en hacer un trabajo ahora necesita tres. A él le gustaría ser conductor de ambulancias. La menor, Hoda, de 9 años, que está en 3º de Primaria se le resisten las Matemáticas y recibe apoyo de la mano de una de las ONG que intervienen en red. Su hermana, Farah, de 10, en 4ª no lo necesita.
“Algunos niños los primeros meses del apagón no querían ir al colegio porque les discriminaban. Nosotros hacemos lo posible para que les afecte lo menos posible”, explica Fátima con tristeza. Su marido Abderrazak, muestra su enojo mientras observa el esfuerzo de sus hijos mayores. “Sufro. Son el futuro de este país. Hemos venido a trabajar. No recibimos ninguna ayuda. Nos tratan mal. No sé por qué nos hacen esto. Hablan sin saber y nos señalan con el dedo”, recalca este fontanero.
“Algunos compatriotas han regresado a Marruecos o se han ido a Francia. La vida es muy dura en esta situación, todo nos cuesta el doble o el triple. Aquí hay buenos y malos como en todas partes. No todos somos iguales. Hay familias muy luchadoras. Vivimos con lo que tenemos. Que vengan y lo vean. No tenemos nada que esconder”, concluye esta pareja.
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