“No hago esto para superarme”
Guillermo Pelegrín, en lo más alto
A sus 21 años y con apenas un 1% de visión, el madrileño se ha consolidado como uno de los mejores escaladores ciegos a nivel internacional tras ganar medallas en campeonatos de Europa y del Mundo
Por Daniel Alonso Viña
Cuando se enteró, el padre de Guillermo Pelegrín (Madrid, 21 años) se llevó una impresión tan grande que dejó de ir a la montaña, una afición a la que había dedicado gran parte de su vida. “Fue a los tres años. Me detectaron una enfermedad visual muy grave, solo tenía un 5% de visión y eso también lo perdería poco a poco. Mi familia se quedó en shock, sobre todo mi padre”, cuenta Pelegrín en la cafetería del rocódromo Sputnik de Las Rozas, a las afueras de Madrid. La única referencia conocida que tenían de una persona ciega en la familia era su abuelo, un hombre que se pasó la vida encerrado en un pueblo pequeño de la Galicia profunda. “Fue hace muchísimos años, cuando no había medios para las personas ciegas, y vivió mucho más aislado”.
El abuelo de Pelegrín solo vendía cupones, y el padre pensó que a su hijo le esperaba la misma suerte. Pelegrín, unos de los mejores escaladores ciegos del mundo, se mueve con su bastón por el rocódromo —un banzo aquí, una mochila tirada allí en el suelo, una colchoneta de 15 centímetros de altura, unas escaleras— con mucha más soltura que la mayoría. “Vengo aquí a entrenar cinco días a la semana”, cuenta. Se conoce este espacio mejor que su propia casa. Cuando escucha una voz conocida, se para, gira la cabeza, saluda por el nombre y da un abrazo al amigo o al trabajador de turno.

Un año después del disgusto de su vida, el padre de Pelegrín —de nombre Javier— encontró un grupo de montaña en la ONCE y, más por desesperación que por convicción propia, se apuntó. Pensó que aquello sería sencillo, que les llevarían al Retiro y les dirían que eso es la montaña. No fue así, claro. “El primer día fuimos a Peñalara”, cuenta Pelegrín. Nada mal. Una montaña de 621 metros de desnivel hasta alcanzar una altitud de 2.427 metros en plena Sierra de Guadarrama, en el límite entre Madrid y Segovia. “Mi padre se quedó flipando”, asegura. “Dice que aprendió mucho más de lo que tenía que enseñar él. Pensó que iría allí a ayudar y no, estuvo aprendiendo”, añade Pelegrín.
Su padre es un gran montañero. Ha hecho subidas importantes —como aquella vez que hizo cumbre en el Kilimanjaro, el pico más alto de África—, pero lo de Peñalara le pilló por sorpresa. Volvió de aquella experiencia con un montón de energía, ilusión y muchos referentes. Le dijo a su hijo: “Bueno, ya que tú no puedes jugar a videojuegos como los demás chicos de tu edad, tendremos que empezar a ir al monte”. Y así fue. Pelegrín y su padre celebraron su octavo cumpleaños en la cumbre del Mulhacén (altitud 3.478 metros, desnivel de 1.400 metros en la subida más común) y cuando tenía nueve años estuvieron de senderismo por Marruecos.
Antes de la escalada hay otro paso intermedio: “Mi padre aprendió a esquiar y me dijo oye, ¿por qué no aprendes a esquiar? Es otra manera de disfrutar la montaña”. Empezó en Siempre, un club de esquí de la ONCE. Luego se marchó a Bucaneros Solidarios, más profesional que el primero. Con ellos empezó a competir, ganó el campeonato de España de eslalon y entró en la selección nacional. Pelegrín ha dejado este deporte hace apenas dos años, después de una lesión que le hizo replantearse si aquello no era demasiado peligroso. “Ya no estaba teniendo resultados y además en todos estos años he ido perdiendo la poca vista que tenía”. Ahora solo tiene un 1% de visión.
“Yo les decía que no hay prisa porque ciego voy a ser hoy, mañana y pasado también”
Empezó a escalar con 12 años, cuando su padre le propuso hacer un deporte durante la semana para compaginar con el esquí de los domingos. “No encontramos ningún deporte de la ONCE que me gustara, y como yo lo que quería era escalar, me apunté”. En el rocódromo King Kong de Las Rozas nunca habían tenido un alumno ciego, pero aceptaron el reto y le pusieron con un grupo de chavales de su misma edad. El proceso de adaptación fue rápido. Al final los chicos se peleaban por ver quién le servía de guía cuando subía la pared. “Yo les decía que no hay prisa porque ciego voy a ser hoy, mañana y pasado también”.
A su entrenador, Toni, que todavía sigue a su lado en las competiciones internacionales, le conoció el primer día de clases, y de la manera más bizarra. “Llegué al final de una de las vías, me tiré al suelo y, como no puedo saber si hay alguien debajo porque no veo, me caí encima suyo. Así nos conocimos”, cuenta entre risas Pelegrín. Ahí empezó un proceso de aprendizaje conjunto. Toni se llevaba trabajo a casa, leía, buscaba métodos para entrenar mejor. Se convirtió en el guía de Pelegrín. Con 16 fue al primer campeonato de España —que en deportes para discapacitados no distinguen edad, solo edad mínima de 16 años— y quedó segundo.
“Fuimos autodidactas”, cuenta. Toni se llevaba deberes a casa. Empezó a investigar en internet para aprender las diferentes técnicas para guiar a Pelegrín, que tiene un resto visual no funcional y entra en la categoría B2 en la competición. En boulder (los bloques de dos o tres metros de altura), Toni golpea las presas con un bastón, para guiar a Pelegrín con el sonido mientras le describe como es la siguiente presa (el siguiente hueco donde agarrarse). En vías más largas, que requieren de arnés y que pueden alcanzar los treinta metros de altura, usan walkie-talkie. Toni describe la posición y forma del agarre como si fuera un reloj: “A las tres, paso largo, regleta buena”. Esa descripción se convierte en una imagen mental para el escalador.

Lo importante no es solo que Guillermo memorice las vías, sino que Toni aprenda cómo escala él. “No puede decirme lo que haría él. Yo tengo mucha flexibilidad, pero menos fuerza en los dedos”. Son un equipo. Además, cuando están en el suelo antes de escalar, Toni intenta que Pelegrín visualice o conozca los pasos principales de la vía. “Toni se pone detrás de mí y, con las manos, me va enseñando los pasos que hay”. El esfuerzo ha dado sus frutos: medalla de bronce en el Mundial de Suiza, oro en el campeonato de Europa, campeón nacional y de la Copa España 2023. Con solo 21 años, es el más joven de su categoría en la Copa del Mundo. “El segundo tiene 31 años. El primero, 38”.
Una visión diferente de la discapacidad
La escalada es una parte importante de su vida, pero está lejos de dominarlo todo. Pelegrín sacó un 12,25 en la EBAU, la prueba de acceso a la universidad. “Podía haber estudiado cualquier cosa”, asegura, “pero estudié Trabajo Social en la Complutense porque quería devolver a la sociedad lo que me había dado”. Ya ha terminado sus clases con todo aprobado. Ahora tiene previsto estudiar un máster de Justicia Social en la Universidad Autónoma de Madrid. Eso le ha dado una visión (metafóricamente hablando) muy aguda sobre la discapacidad. “Vivimos en una sociedad que no está adaptada a la discapacidad”, denuncia. “Hay condescendencia, paternalismo y capacitismo”. Esa mezcla de prejuicio y admiración malentendida le incomoda. “Se vende la discapacidad como ejemplo de autosuperación. Y se olvida todo el curro que hay detrás, no solo mío, también de Toni, de mi familia, de la comunidad que me rodea”.
Además, de la escalada no se vive. Y menos de la paraescalada. Las becas son escasas: le pagaron 300 euros cuando se llevó una medalla en la Copa del Mundo. “A mí no me supone ningún coste escalar, peo tampoco gano dinero con ello”. Sputnik le deja escalar gratis en sus instalaciones y los patrocinadores le proporcionan pies de gato y el resto del equipo necesario. Su discurso está alejadísimo de la épica que se le atribuye a personas como él. “No hago esto para superarme. La gente me dice que soy un ejemplo de superación porque escalo. Pero eso no se lo dicen a ninguno de los que está aquí. Me lo dicen porque soy ciego y les parece muy bonito. Yo escalo porque me gusta y me esfuerzo mucho porque quiero hacerlo bien, nada más”.
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