Ana Samboal, periodista
El estado del bienestar amenaza con morir de éxito
España crece, pero sus ciudadanos se encogen. En la última década, los salarios que cobran las clases medias han crecido muy por debajo de lo que lo ha hecho el coste de la vida. El largo ciclo inflacionista, la fortísima subida de los impuestos y el deterioro de los servicios públicos han convertido su día a día en una carrera de fondo cuesta arriba. Aunque el Estado recauda más que nunca –y el coste laboral por empleado se ha disparado–, los sueldos netos están prácticamente estancados. En este artículo, la periodista Ana Samboal detalla aspectos clave de su último libro, El final de la clase media. Los jóvenes que vivirán de sus padres (ed. Almuzara), en el que analiza cómo se ha erosionado el poder adquisitivo hasta el punto de que más de la mitad de los españoles ya no se consideran clase media.
Por Ana Samboal

Septiembre es el principio del fin del verano. Es el mes de los inicios, de la vuelta a la rutina que se detestaba en junio pero que se acaba por añorar a finales de agosto, del regreso al puesto de trabajo o al pupitre en el colegio. Septiembre, mes de los comienzos, pone fecha al nuevo curso escolar. Y la alegría de los casi siete millones de menores de quince años que viven en España por el reencuentro con compañeros y amigos suele tornarse en dolor de cabeza para sus padres. Hay que planificar y conciliar horarios, comprar zapatos, calcetines y abrigo, uniforme y ropa deportiva, libros, cuadernos, carpetas, lapiceros, rotuladores y mochilas o apartar el dinero para pagar el transporte, clases extraordinarias o el comedor. Un ejercicio de logística encomiable, a la par que un esfuerzo económico que en nada tiene que envidiar a la tristemente célebre cuesta de enero.
Si el salario medio en 2015 era de 26.475 euros, en 2024 alcanzaba los 31.698 euros
Entre quinientos y seis mil euros por niño cuesta la vuelta al cole. Quinientos euros es el mínimo, según la Asociación de Consumidores, pero la OCU eleva el coste que exige cubrir las necesidades más perentorias hasta rozar los mil. En ambos casos, siempre y cuando el colegio sea un centro público y la exigencia de material espartana. Se eleva paulatinamente si es concertado o privado y a medida que se suman actividades extraescolares. La beca más básica, de trescientos euros, es una ayuda, poco más. Los estudios publicados en 2015 por las organizaciones de consumidores estimaban un gasto mínimo de entre doscientos y quinientos euros. De modo que, aunque resulte imposible encontrar estudios comparables, la factura que los padres deben afrontar para que sus hijos regresen al aula prácticamente se ha doblado en diez años.
En cambio, sus ingresos no han experimentado una evolución similar. Si el salario medio en 2015 era de 26.475 euros al año, al término de 2024 alcanzaba los 31.698. Es decir, mientras que la renta de los progenitores se ha elevado un veinte por ciento, el coste de lo que necesitan sus hijos para estudiar lo ha hecho en un cien por cien. Ahora, la vuelta al cole se come en torno a la mitad de los ingresos mensuales, cuando, en 2015, el pellizco era de apenas una quinta parte. Es decir, el esfuerzo económico que las familias deben hacer para escolarizar a sus hijos se ha multiplicado por cinco en sólo una década.
La renta de los progenitores se ha elevado el 20%, pero el coste educativo un 100%
Coste de la vuelta al cole
Esa desigual progresión podría extrapolarse, en mayor o menor medida, a todas los órdenes de la economía doméstica. En el último lustro, aunque las tensiones inflacionistas son previas, provocadas en gran medida por la alegría con la que los bancos centrales se dedicaron a imprimir billetes para salvar de la quiebra a los Estados, la vida se ha encarecido extraordinariamente. Los precios de los alimentos, los de la energía, el transporte, la vivienda o los de los bienes y servicios que consumimos a diario, incluso del ocio, han subido en un porcentaje muy superior al que podrían haberlo hecho las rentas que las clases medias obtienen por su trabajo. Y esa desigual evolución comienza a hacer mella en su bolsillo y en su ánimo. A finales de junio, Funcas publicaba una encuesta con resultados reveladores: nueve de cada diez ciudadanos sostienen que pierden poder adquisitivo. Más de la mitad piensa que los salarios suben por debajo del coste de la vida. Pero un porcentaje significativo, el veinte por ciento, asegura que los sueldos no suben o que incluso están bajando. La fundación de las cajas de ahorros subraya que “el consenso sobre esta aseveración es tan amplio que apenas presenta diferencias según la autoubicación ideológica”.
Renta per cápita
La economía crece en términos de Producto Interior Bruto, pero los ciudadanos no lo perciben. Y no lo hacen porque su economía está estancada. Hay más riqueza, pero se reparte entre una población más numerosa. La renta per cápita apenas se ha elevado en dos décadas. Por eso no es de extrañar que más de la mitad de los encuestados por Funcas piense que la coyuntura ha empeorado desde la pandemia. Cuando se les pregunta por las razones, señalan un único responsable: las políticas públicas. El 85% culpa de su malestar económico al incremento de los precios y más de un 40% apunta a la subida de los impuestos. Ambos factores, inflación y fiscalidad, combinados y retroalimentándose mutuamente, son los que están estrangulando a las clases medias.
Los precios de productos básicos (alimentos, energía, transporte, ocio…) han subido en un porcentaje muy superior a las rentas de las clases medias
El Estado es el gran beneficiario del incremento de precios y salarios. Si se encarecen los bienes y servicios que adquirimos, Hacienda, que llega a gravarlos con un IVA de hasta el 21%, entre los más altos de la Unión Europea, también cobra más. Si sube nuestro salario o los rendimientos de nuestras inversiones financieras, también la Agencia Tributaria eleva el porcentaje que detrae de nuestros emolumentos. Gana más. Y otro tanto hace la Seguridad Social. La reforma Escrivá no supone otra fórmula que una extraordinaria subida de las cotizaciones sociales destinada a asegurar que se cumple con el compromiso político de actualizar las pensiones conforme al IPC y a intentar evitar la quiebra del sistema a medida que aumenta la esperanza de vida y que se incorporan a las clases pasivas los empleados de la generación del baby boom. Por esa razón, aunque las empresas han experimentado un notable incremento de la carga financiera de su fuerza laboral, los trabajadores apenas lo perciben, incluso le dicen a Funcas que su retribución ha bajado. El coste del trabajador ha subido, pero no lo han hecho los salarios.
El Estado es el primero que pasa por la ventanilla de cobro. Si un empleado le cuesta a su empresa 40.000 euros al año, él ingresa poco más de la mitad. En su nómina, sólo ve reflejados 32.000 euros brutos. La diferencia entre una y otra cifra son cotizaciones sociales, por desempleo o formación. Pero es que, de esos 32.000 euros, la Agencia Tributaria le retiene unos 5.000 en concepto de Impuesto sobre la Renta y la Seguridad Social 2.000 adicionales. Es decir, su salario neto, lo que ingresa realmente, no pasa de los 25.000. Y, con ese sueldo, tiene que hacer frente a unos precios mucho más altos, gravados con un impuesto al consumo que encarece cualquier compra, además de impuestos especiales en productos como el combustible y hasta las botellas de plástico. Capítulo aparte merece la vivienda, que soporta impuestos y tasas de toda condición desde que el promotor decide poner el primer ladrillo. Los precios de una casa llegan a ser prohibitivos en las grandes ciudades, sobre todo para los jóvenes. No es de extrañar que los ciudadanos se sientan más pobres. Es que realmente lo son, porque su capacidad de compra se ha deteriorado sobremanera.
La economía crece en PIB, pero los ciudadanos no lo perciben
Vale la pena observar la última pregunta que el CIS hace a sus encuestados en su barómetro mensual. Les pide que se encuadren en una clase social y, si hace dos años, seis de cada diez se consideraban de clase media, ahora ese porcentaje no llega a la mitad. Ellos mismos se van desplazando hacia las capas inferiores, bajas y pobres. Ese empobrecimiento de las familias es inversamente proporcional al enriquecimiento de las arcas públicas. En su informe anual sobre la fiscalidad en España, la Fundación Civismo calcula que, en apenas tres años, de 2020 a 2023, pese a que los salarios han permanecido prácticamente congelados, los ingresos de la Agencia Tributaria, solo en concepto de Impuesto sobre la Renta, se han elevado un 36%. La recaudación bate récord tras récord en cada ejercicio. En la misma medida lo hace el esfuerzo de los contribuyentes. En el año 2024, año bisiesto, con 366 días, estuvimos trabajando para Hacienda 212 días, hasta el 30 de julio. En 2025, dieciséis días más, hasta el 18 de agosto.
El creciente trasvase de fondos del sector privado al público es una constante desde la crisis de 2008, pero se ha acelerado en lo que llevamos de década. Cabría suponer que, nadando en la abundancia, las cuentas del Estado debieran estar saneadas. Y, sin embargo, nada más lejos de la realidad. Cuanto más tiene, más usa. Si el gasto público en 2015 alcanzaba los 470.000 millones, ahora supera los 722.000.
La renta per cápita apenas se ha elevado en dos décadas
La deuda pública asciende a más del 103% del PIB. Suma 1,66 billones de euros y subiendo, porque crece a un ritmo de siete millones de euros al minuto. Y, sin embargo, el deterioro de los servicios públicos es a todas luces evidente: trenes averiados y aeropuertos colapsados en verano, listas de espera interminables en centros de salud y hospitales o injustificados retrasos de semanas en oficinas de atención al público en los servicios públicos de empleo o la propia Seguridad Social son solo la muestra más palpable.
¿A dónde van los impuestos que paga el contribuyente y la empresa? El dinero que sale del bolsillo de las clases medias trabajadoras se emplea en gran medida en sostener los intereses de ese endeudamiento galopante y en pagar las rentas de un creciente número de personas que dependen económicamente del Estado. Los pensionistas, que suman ya nueve millones y sólo dos de cada tres han cotizado previamente, presentan la factura más elevada, añadir a las familias beneficiarias del Ingreso Mínimo Vital, los perceptores de la prestación por desempleo, del subsidio por desempleo de larga duración, del subsidio para mayores de 52 años parados, las ayudas a madres solteras con cargas familiares, las ayudas al alquiler y hasta los bonos de viaje para jóvenes en vacaciones. La lista puede llegar a ser inabarcable. Los incentivos para retornar al mercado laboral, de efecto nulo. La propia Airef ha dado un toque de atención al gobierno exigiéndole que empuje a los que cobran el IMV a buscar un empleo, porque más del 90% pasa más de un año sin trabajar. A lo peor, algunas de las pagas de los que no trabajan superan el salario que ingresarían en caso de hacerlo. No es infrecuente el caso de una persona en desempleo a la que ofertan un puesto de trabajo que tiene que enfrentarse a la disyuntiva de rebajar sus ingresos si decide regresar al mercado laboral o pasar a la economía sumergida. El Estado está para sostener a todo aquel que no puede valerse por sus propios medios, pero para garantizar esa asistencia tiene que ser capaz también de cortar de raíz con los abusos.
Un empleado que cueste a la empresa 40.000 euros brutos, recibe 32.000 brutos y 25.000 netos
Las empresas, que soportan costes crecientes, han visto reducirse a la mínima expresión su margen de maniobra para invertir, para crear nuevos empleos o empleos más productivos, que aporten una riqueza creciente a la sociedad. Los trabajadores más cualificados, en los que hemos invertido cuantiosas sumas para formarlos, se van a otros países buscando una presión fiscal más baja, salarios más elevados y puestos de trabajo acordes a sus capacidades, que aquí escasean.
Aunque no faltan los ejemplos de proyectos emprendedores sobresalientes, hemos optado por una economía de escaso valor añadido, de empleos de baja productividad, de salarios bajos. Y ese camino no conduce a ningún puerto seguro. Con un modelo low cost no se paga el generoso estado del bienestar del que disfrutamos. El creciente empobrecimiento de las clases medias, asfixiadas entre impuestos y precios al alza, amenaza con estrangularlo. No hay más que echar un vistazo a nuestro entorno. Sin mediar mucha explicación, Francia ha decretado un recorte al presupuesto este verano de 40.000 millones de euros. Se llevará por delante al gobierno. También el ejecutivo alemán salido de las urnas ha anunciado el fin del oneroso Estado del Bienestar. Las soluciones políticas populistas, esas que prometen soluciones sencillas a problemas extremadamente complejos, crecen como la espuma porque los ciudadanos se sienten empobrecidos y estafados. Vivimos tiempos difíciles y el horizonte se asoma preocupante. Las decepciones acaban estallando en revoluciones en el momento menos pensado y normalmente el menos oportuno.
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