Desde 1906, tres generaciones de los Franco han inmortalizado a personajes célebres y anónimos
La vida detrás de un objetivo
Le llaman el fotógrafo de las estrellas. Lleva toda la vida plasmando millones de rostros con la precisión de un cirujano, captando lo mejor de ellos con un solo disparo. Es el único que pervive de la docena de estudios que existían en la Gran Vía madrileña cuando las familias no tenían cámaras y los retratos eran un codiciado objeto de deseo. Era el oficio que inició su abuelo, le siguió su padre y él, Joaquín Franco, de 87 años, tomó el testigo de una saga que continuará su nieto, Nicolás.
Por M.J. Álvarez | Fotografía: Gaby Soto.

Érase un hombre a una cámara pegado. Érase un hombre con un superlativo amor a la fotografía. Nació y creció entre ella. Entre las de su abuelo, que tenía un puesto fijo en el parque madrileño del Retiro, donde acudía a llevarle bocadillos cuando aún llevaba pantalones cortos, y entre las de su padre, que montó el primer estudio en 1947 en los desaparecidos sótanos de la Gran Vía. Se llama Joaquín Franco Sandoval, como ellos, no en vano es la tercera generación de esta familia que continúa en una profesión que comenzó en 1916. Tiene 87 años y no se piensa jubilar nunca. “Moriré con mi Pentax colgada al cuello”, explica en su establecimiento situado a un lado de esta populosa arteria.
Fotógrafo de estrellas
Le llaman “el fotógrafo de las estrellas”, un apelativo que no sabe quién lo acuñó –“la gente empezó a llamarme así–”, pero del que se ha apropiado y estampa en las tarjetas de visita, en el sobre que entrega a los clientes y en los bolígrafos que regala por doquier. Tal vez porque por su estudio, además de gente anónima, han pasado celebridades del mismísimo Hollywood, como Ava Gadner, y lo más granado del panorama patrio, entre los que destacan actores de la talla de Fernando Fernán Gómez, Concha Velasco, José Sacristán, José Luis López Vázquez, Alfredo Landa, o mitos de la canción como Nino Bravo. Las nuevas generaciones de artistas también acuden a su estudio, al que no faltan las influencers que atraen a decenas de seguidores.
De extra a protagonista
Todo comenzó con el abuelo Joaquín quien, con una cámara de fuelle, trípode y cortinilla, acudía a diario a un punto fijo del citado pulmón verde con todo el material necesario para inmortalizar al público que acudía a pasear y deseaba guardar el momento para la posteridad por 20 céntimos de las antiguas pesetas. Las idas y venidas con el avituallamiento del pequeño Joaquinito y la magia de las imágenes plasmadas en un papel desataron su afición por un arte que lleva en los genes. De estar entre bambalinas pasó a ser figurante en el establecimiento regentado por su padre hasta que, tiempo después, se convirtió en protagonista. De eso ha llovido mucho.
“En la Gran Vía había una docena de reputados estudios. Entonces la gente no tenía cámaras en casa y los retratos eran una reliquia”, explica Franco con voz pausada. Por ello, esos lugares abundaban en todos los barrios de España y en el centro de las ciudades.
Mirada única
Las fotografías familiares, de bautizos, comuniones, bodas o las de los novios que regalaban a sus novias y viceversa, adornaban salones y dormitorios de todo el país con el sello del autor impreso en el reverso de la imagen. Uno de ellos era el de los Franco, que montó su padre en 1947 en el número 55. “Ahora soy el único o, mejor dicho, el último que queda en la Gran Vía”, afirma ufano.
Especializado en los retratos, tuvo que optar hace años por hacer fotos tamaño carné para adaptarse a los tiempos
La mudanza a su emplazamiento actual, la plaza de los Mostenses, se produjo cuando el Ayuntamiento de Madrid anunció su intención de cerrar el subterráneo comercial porque carecía de salidas de emergencia. Desde entonces han pasado más de 35 años en los que ha visto cómo evolucionaba el mundo en general y el de la fotografía en particular. De ahí que el último de los Franco haya tenido que adaptarse a los nuevos tiempos y a las nuevas técnicas para poder sobrevivir de su gran pasión. Especializado en los retratos, tuvo que optar por hacer fotos tamaño carné.
Sus ojos, pequeños y vivarachos, escrutan a quien tiene delante. Presume de que con un solo disparo saca lo mejor de cada uno. Cada fotógrafo tiene un sello, una mirada, y la suya se basa en estudiar el ángulo del semblante del cliente. “Tardo más en analizar a la persona que en revelar y jamás he tenido que repetir una foto”, repite con orgullo. En menos de cinco minutos el proceso ha acabado. “Tú no haces fotos, haces milagros… Es la única vez que voy a salir bien en el DNI”, suele decirle la gente, satisfecha. Su seguridad en su trabajo es tal que la cartulina que entrega con las imágenes lleva impresa el conocido mensaje de unos grandes almacenes: “Si no queda satisfecho le devolvemos su dinero”. Nunca ha ocurrido. Y eso que realiza de media cien fotos en un día normal, aunque ha llegado a alcanzar hasta las ciento veinte, todo un récord.
Las paredes del estudio de Franco están repletas de instantáneas de sus ancestros y de los galardones que atesora. Entre ellos, la Medalla de Oro al mejor Fotógrafo Nacional de la Confederación Nacional de Fotógrafos Profesionales o la de la Agrupación de Fotógrafos Profesionales de Madrid. Y, con un punto de vanidad, muestra el carné de fotógrafo profesional que se expedía durante la Dictadura y le acreditaba para hacer su labor. “Sin él, te arriesgabas a que te detuvieran y te llevaran a Gobernación. Soy el único de esa época que lo tiene”, precisa orgulloso el fotógrafo.
Ava Gadner y Nino Bravo
El mostrador es una abigarrada muestra de los personajes más relevantes que ha inmortalizado con su cámara desde los más antiguos a los más actuales. Y surgen las anécdotas: “A Ava Gadner le hice la foto del pasaporte en su etapa en la que estuvo en España, adonde llegó para rodar El Holandés Errante en Tossa del Mar (Tarragona)”. Eran los años cincuenta, la estrella estaba en plena cúspide de su carrera, y decidió quedarse una década en un país en blanco y negro en donde vivió la noche madrileña como si no hubiera un mañana.
Franco, que entonces tenía 20 años, confirma que la actriz era espectacular, no en vano la denominaban “el animal más bello del mundo”, con una aureola de tristeza. “Era una mujer impresionante, humilde, viva, lista y revoltosa. La más hermosa que he visto en mi vida”, confiesa.
Telly Savalas, el detective de la serie Kojak de los setenta, o John Amos, el Kunta Kinte de la famosa Raíces, de los ochenta, son otros de los famosos extranjeros que han pasado por su objetivo. No faltan los personajes españoles de ayer y de hoy como Lina Morgan, Nadiuska, Amparo Muñoz, Norma Duval, Arturo Fernández, Carmen Sevilla, Laura Escanes, Risto Mejide, Dani Martín, Chiquito de la Calzada, Adriana Ugarte, Inma Cuesta, Mario Casas…
De la larga lista, el famoso que le ha causado más huella ha sido, sin duda, Nino Bravo. “Venía con frecuencia y me pedía 200 fotos de una tacada. Las necesitaba para los visados, imprescindibles en esa época cuando aún no estábamos en la Unión Europea durante las giras de sus conciertos o para sus desplazamientos por el interior del país. Fue el cliente al que más plasmé. Un ser encantador, entrañable, maravilloso y campechano”, precisa sobre aquel Nino Bravo que confiaba en él.
“Tenía 20 años cuando conocí a Ava Gadner, la mujer más hermosa que he visto en mi vida. Era impresionante, humilde, viva, lista y revoltosa”
Pasión por la fotografía
Por su objetivo han pasado millones de personas. Y, a pesar de su avanzada edad, Joaquín Franco sigue al pie del cañón, cumple rigurosamente el horario de su comercio y no se cansa de hacer lo mismo.
¿Qué tiene la fotografía para que le guste tanto?, le preguntamos: “Es mi vida, no puedo vivir sin ella. La amo y la llevo en las venas. Pienso seguir disparando hasta que San Pedro me lleve con él”, asegura este pequeño gran hombre. Cuidadoso hasta el extremo, se considera el número 1 en su labor en esta ciudad. En su local, en el que cuenta con la inestimable ayuda de su mujer, María de los Ángeles Salas, de 53 años, vende las cámaras instantáneas que se han puesto de moda y, además, revela las fotos del móvil en el acto.
“Amo la fotografía, la llevo en las venas y pienso seguir disparando la cámara hasta que San Pedro me lleve con él”
Irrupción digital
No duda en afirmar que lo digital ha acabado con la fotografía. “Ya raramente se imprimen en papel. Quedan relegadas. Se hacen en exceso, como los selfis, se acumulan en los dispositivos y se quedan ahí. La foto tradicional ha muerto”, asevera Franco, con rotundidad. Con todo, este anciano vaticina que las fotos tamaño carné desaparecerán cuando dejen de ser imprescindibles para el DNI y el pasaporte. No obstante, no teme el fin de la saga familiar ni del negocio, aunque ya no se repita el nombre de Joaquín. Aunque ningún hijo piensa continuar, sí ha mostrado interés su nieto Nicolás, de 14 años, al que le ha regalado una cámara para que se adiestre en la técnica de la imagen. Su mujer seguirá también al frente del establecimiento hasta que el cuerpo aguante. Como él, que se ha pasado la vida mirando a través del objetivo.
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