El sinhogarismo, un problema con múltiples rostros que no deja de crecer
Invisibles y olvidados, los sintecho entran en el diccionario
Carecen de vivienda por una situación estructural o sobrevenida: pobreza, divorcio, paro, desahucio… Una situación que ha crecido un 24,5% en la última década, según datos del INE, que cuenta a las personas que tienen como único techo la calle, por lo que excluye a los que pernoctan en albergues y centros. Son más mujeres, más jóvenes y más inmigrantes. Las ONG reclaman que el sinhogarismo supone un fracaso social que debe abordarse de forma global.
Por M. J. Álvarez
Estigmatizados. Invisibles. Marginados. Algunos se refugian en cualquier rincón de las grandes ciudades, procurando pasar desapercibidos. Otros, duermen en albergues o pensiones obligados a pasar el día vagando por la calle. Son los sintecho, un problema con múltiples caras que evidencia el fracaso de la sociedad que evita mirar de frente esta desgracia como si dándole la espalda no existiera.
Cerca de 29.000 personas (28.552) carecen de un techo, según los últimos datos del INE correspondientes a 2022, una cifra que en la última década ha crecido un 24,5%. Un 23,3% son mujeres y el 32%, jóvenes de 18 a 29 años, los colectivos más vulnerables y los que más han aumentado, junto al de los inmigrantes, un 49,9%, cuatro puntos más.
Las primeras tardan más en acudir a los recursos por miedo, por lo que están más dañadas, ya que han sufrido varios tipos de violencia: psíquica, física, sexual… dice María Santos, responsable del programa de Personas Sin Hogar de Cáritas. Respecto a los segundos, suelen carecer de familia, algunos por haber dejado atrás su país y por el abandono o salida de los centros de acogida a los 18 años.
Vidas rotas
El sinhogarismo, término recientemente incorporado por la Real Academia Española de la Lengua, puede ayudar a sacar a la luz una realidad que obedece a circunstancias vitales traumáticas. Una parte es estructural: pertenecer a una familia desestructurada, víctima de la pobreza, violencia, abandono… Y otra, sobrevenida: desempleo, desahucio, divorcio, un duelo... “Este concepto en Europa es amplio e incluye, no solo a quienes están en situación de calle, sino a quienes pernoctan en albergues u otro, o casas inseguras: sin contrato, okupadas, insalubres…”, precisa.
De ahí que los datos del INE, basados en recuentos nocturnos, no reflejen a todos los sin hogar. El Ayuntamiento de Madrid, que cifra en 1.032 este colectivo en su último balance de abril a octubre pasado, incluye por primera vez los que pernoctan en el aeropuerto de Barajas y en asentamientos chabolistas.
El perfil es diverso y la feminización, un hecho: dos de cada diez personas atendidas por Cáritas en 2022 —39.552, un 6,13% más que en 2021— eran mujeres y españolas (51,6%). Ello ha llevado a esta entidad a aumentar en el último lustro las plazas para ellas. Mientras, en Madrid, en los centros de acogida municipales son ya el 30% de los usuarios.
Catalina: “Tenía miedo”
Catalina Pereira tiene 63 años, reside en Tenerife y ha pasado un año viviendo en una cueva. “Lo peor eran las noches. No duermes, estás en vilo por si viene alguien; mi perrita era mi alarma”. Esta gallega emigró a Asturias con su marido, donde echó raíces y crío a sus tres hijos. Dedicada a la hostelería, la crisis de 2008 la dejó sin trabajo y la tienda de ultramarinos que montó fracasó al instalar un súper al lado. Ello, unido a la muerte de su ex, la llevó a la isla.
Ahí vive su hija y su yerno, en paro por la covid. “Tienen dos niños y no podían pagar el piso; discutíamos por todo y un día me fui a la montaña”, relata. “Tenía miedo. Estaba al amparo de una pareja que dormía cerca. Al principio me uní a un grupo en busca de protección, pero me fui. La droga y el alcohol hacen estragos y convierten a las personas en irreconocibles”, agrega.
Creyó que nunca saldría de allí, que ahí moriría. “Jamás imaginé que se podría vivir así, sin comida caliente, luz, agua, una ducha... Recibía un cheque mensual de Cáritas de 30 euros y lo que compraba, o lo consumía en el día o cargaba con ello porque las ratas lo devoraban todo”. Lúcida y fuerte, procuraba tener la mente ocupada: adecentaba su espacio y leía los libros que cogía en la basura. Un susto la hizo llamar al 091 y acabar en el centro mixto de la entidad, que antes rechazó por no poder ir con su perra: esta vez sí pudo. “Cuando abrí la ducha me quedé como una boba mirando correr el agua. No dormí, me desmayé. Y empecé a vivir”, explica.
Hizo cursos relacionados con su sector, las educadoras le gestionaron una ayuda y fue ahorrando. Hace más de un año que vive de alquiler en un piso que comparte con un compañero del centro y realiza trabajos puntuales. “Mi edad y el no saber inglés me impiden hallar un empleo estable. “Estoy feliz. Lo único que le pido a la vida es que me deje como estoy: con un techo, agua y luz y, si no llega para comer, siempre me darán un bocadillo”.
La pesadilla de Ismail
Una historia diferente es la protagonizada por Ismail Elfadili, nacido en Tetuán (Marruecos) hace 21 años. Llegó a España con 16, empujado por la precaria situación familiar. Cruzó la frontera de Ceuta a pie y tras pasar varios días en la calle, la Policía lo llevó a un centro de menores. Era un menor no acompañado, un “mena”, que algunos criminalizan per se. Allí aprendió nuestra lengua e hizo varios cursos: de redes sociales, informática, comunicación y mozo de almacén.
A los 18, se vio en la calle indocumentado, a la espera del permiso de residencia por arraigo. “Cuando llegó mi documentación vi que caducaba al mes. No tenía adónde ir. Hablé con la educadora y me fui a Barcelona, a la asociación de un amigo suyo que me acogió en su casa”, explica, con una tímida sonrisa.
La aporofobia, aversión al pobre, la viven el 40% de los sintecho
“A mis padres les llamaba lo justo para no preocuparlos”, dice Ismail. Mientras, seguía la pesadilla del papeleo, que le hizo pensar en tirar la toalla. “Me dijeron que tenía que empezar de cero y que el proceso hasta obtener el permiso de trabajo tardaría dos años. No sabía qué hacer”, dice. Vino a Madrid y volvió a la calle. El frío le hizo acurrucarse en un parque, cercano al piso tutelado de un amigo que le lanzaba ropa y comida por la ventana. Estuvo poco tiempo, pero el suficiente para sentirse rechazado. Sufrió aporofobia, la aversión al pobre que se traduce en insultos, agresiones e incluso muerte, que afectan al 40% de los sintecho.
Durmió en distintos centros. Un día se topó con Yolanda García, la jefa del Departamento de Prevención del Sinhogarismo y Atención a Personas Sin Hogar del Ayuntamiento de Madrid, quien se interesó por él y le buscó una plaza de emergencia. Tenía 19 años y ningún problema de consumo ni salud mental. Ahí comenzó su seguimiento.
Recaló en Somos Acogida donde obtuvo cama y comida e hizo un curso de FP de electricidad básica. “Me sentí más protegido. Estaba mejorando”, agrega. Su esfuerzo y sus deseos de prosperar le llevaron hasta otra ONG, La Rueca, donde ha estudiado jardinería y trabajado en un programa de un año de duración. Ya tenía los ansiados permisos. En noviembre acabó el contrato y busca empleo.
“No juzgues a quien no conoces”
Su vida hace tiempo que mejoró. Desde el 3 de mayo de 2022 vive en un piso con otros dos jóvenes, dentro del programa municipal Housing Led.
“Incluye acompañamiento social, talleres para el reparto de tareas domésticas, formación para el empleo... Y si es necesario se les apoya en alimentación e higiene”, explica Soraya Fernández, coordinadora del recurso, que se ampliará a 195 plazas. De momento, hay 180 (135 en pensiones y 45 en pisos). Los usuarios firman un contrato que incluye normas o y objetivos semestrales.
“Obtener el carné de conducir, seguir ahorrando y acabar el tratamiento con los brackets”, son algunos de las metas que tiene Ismail. El objetivo final es que puedan vivir de forma autónoma con ingresos estables. Es lo que pretende este joven, que lanza un mensaje:
Solución
La solución al sinhogarismo es tan variada como los perfiles. “No siempre hay que subir una escalera. Se trata de adecuar la respuesta a la persona. Algunas solo quieren acompañamiento en calle y crear vínculos porque sienten que no le importan a nadie; otras, un recurso para dormir; una ayuda para el alquiler, etc.” indica Santos.
“Hay que abordar este asunto como un problema social que debe atajarse con políticas públicas y medidas que den apoyo social a las necesidades del sujeto”, afirma Susana Fernández, presidenta de la Red Faciam. “Es crucial no criminalizarles y eso pasa por la sensibilización ciudadana y de las administraciones”.
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