El mundo rural clama contra la despoblación y la desesperanza
El ocaso de la España rural
La España rural se vacía desde hace décadas, pero el proceso se ha agravado en los últimos años. Lo que antes era una queja silenciosa sin consecuencias, se ha convertido en un reclamo social ruidoso que llega como un grito de auxilio desde los lugares más recónditos del país. Los pueblos se quedan sin gente. En ellos solo aguantan casas vacías de muros torcidos y personas mayores que viven solas, sin apenas nadie que las ayude o las acompañe durante la mayor parte del tiempo. Según el Banco de España, 3.400 municipios corren el riesgo de quedarse despoblados. Este reportaje cuenta el día a día de un repartidor que deambula con su camión por estos parajes desoladores.
Por Daniel Alonso
Tomás, uno de los últimos fruteros de la España vaciada, se enfrenta a la desaparición de los pueblos que recorre desde hace años con su camión.
"Hala, vamos”, dice Tomás, un frutero ambulante de 54 años, mientras se baja de su camión, se acerca a la parte de atrás y abre el portón. Dentro está la mercancía, un montón de frutas y verduras, varios paquetes de galletas rellenas de chocolate y un tarro de miel especial para una de las clientas. Sube y baja del camión con la agilidad de un niño. Mira su reloj. “Ya son las 10, ya deberían empezar a salir”, dice mientras levanta la cabeza y mira al cielo.
Una niebla espesa ha caído este martes de finales de invierno sobre los pueblos al noroeste de Valladolid que Tomás recorre cada día. Están dominados por una tristeza mortuoria que se cuela por las calles y contamina las flores que salen tímidas entre la maleza. Como esta región, su trabajo ha sido tocado por aires casi funerarios: se le están “muriendo los clientes” —lamenta—, los precios de sus productos no paran de subir y su camión está a una avería más de convertirse en un trasto inservible.
—¿Cuánto tiempo más crees que podrás seguir haciendo tu trabajo?
—Tres años, como mucho. Luego tendré que dejarlo y a ver quién se encarga de esto.
Tomás es un hombre bajito y corpulento, ágil como una gacela y tranquilo como un tótem. Atiende a las señoras con la delicadeza de un médico bien pagado, pero en cuanto están atendidas, el frutero se baja de un salto de la parte de atrás del camión, corre hasta la puerta del conductor, se sube, arranca el motor y va directo a por la siguiente clienta.
En los últimos años, Tomás se ha convertido en experto en la España vaciada, esa abstracción fantasmagórica que sirve para definir el éxodo del campo a la ciudad que comenzó en la década de 1950 y que no ha parado todavía. Ahora se enfrenta a la desaparición de los servicios más básicos. En Cabezón de Valderaduey, uno de los pueblos de la ruta, el médico solo va cuando le llaman, apenas queda una pequeña tienda regentada por la señora Deli y el bar abre cuando el dueño tiene un rato libre.
Tomás sale de su casa en León a las seis de la mañana para ir al mercado a por las frutas y hortalizas para el día. A las ocho llega a su zona, carga el camión y empieza su ruta en Castroponce, un pueblo con menos de cien habitantes. Pero todavía son las 9:30h, “hay que esperar un poco que hasta las 10 no salen”, dice sentado en el asiento de su camión. Cuando llega la hora, arranca el camión, avanza unos cientos de metros y da la bocina. Al momento sale una señora, cubierta por dos batas y casi recién levantada. No tiene ganas de hablar. Saca su lista de la compra, Tomás le atiende, paga, y se vuelve a meter dentro de casa. La siguiente vecina es un poco más habladora. Se llama Conchita, tiene 72 años y no quiere que la saquen fotos. “Ha venido a hacer un reportaje de lo superpoblado que está esto”, explica Tomás. “Ah, pues ganaremos el premio”, responde la señora.
“Aunque aquí todavía quedamos algunas señoras”, se defiende Conchita mientras pide los tomates y la berza, “en el verano viene más gente, pero ahora en invierno nadie se queda. Solo nosotras, que no tenemos a donde ir. No nos queda más remedio”.
Tomás, en cuanto atiende a la señora, se baja de la parte de atrás del camión, arranca y va a la siguiente puerta. Por el camino habla. “Hay muchos pueblos a los que te planteas dejar de venir. ¿A qué vengo yo, a gastar gasoil? Sí, los que hay te compran, pero qué más da que te compren, si sales del pueblo y has vendido cincuenta euros. De eso quítale lo que vale la mercancía, el gasoil, el sueldo tuyo, impuestos, y no te queda nada”. Tomás lleva 13 años con este empleo. Cada día de la semana se levanta y recorre una ruta diferente. Los martes son estos cinco pueblos, mañana otros cuatro o cinco, y así. Antes le daba para vivir bien, tranquilo, pero va perdiendo clientes y no llegan nuevos, y en los grandes pueblos no tiene mercado porque hay tiendas. “Esto se acaba ya, y a ver qué hago yo, que tengo 54 años y todavía me quedan diez para jubilarme”.
Éxodo a la ciudad
La España vaciada está en las últimas, y hay muy poca gente luchando por ella. El problema es archiconocido: regiones enteras han ido perdiendo población de forma paulatina y constante durante las últimas décadas. Con la transición de una economía agraria a una industrial y de servicios, la población se ha acumulado en las ciudades y en los grandes pueblos, dejando cada vez más solitaria a la enorme red de pequeños pueblos que componían el campo español.
El 42 por ciento de los municipios puede quedarse deshabitados, según el Banco de España
La Federación Española de Municipios y Provincias calcula que en España hay alrededor de 3.000 pueblos abandonados, 2.000 con un solo habitante y hasta 5.000 en riesgo de quedarse sin gente. Un panorama sombrío de ruinas modernas. El Banco de España añade que hay riesgo de despoblación en 3.400 municipios del país, un 42% del total.
Movimiento social y político
A nivel político, la cosa está difícil. La España vaciada tuvo su momento, hace unos años, cuando empezaron a surgir partidos políticos como Teruel Existe, que revolucionó el tablero en 2019. Luego llegaron otros como Soria Ya! o Aragón Existe, que sucumbieron después del auge mediático que tuvo el campo. En este contexto, todavía anda pisado fuerte España Vaciada, un partido nacido del cabreo y el abandono, creado por aquellos que quieren construir un futuro para las zonas rurales más abandonadas. Ya tienen implantación en 12 provincias, 264 concejales y recientemente anunciaron su intención de presentarse a las elecciones europeas que se van a celebrar en junio de este año.
En Cabezón de Valderaduey se enfrentan a la desaparición de los servicios más básicos. Solo queda una tienda y un bar que no siempre abre
Nieves Trigueros es representante de ese partido para Palencia. Vive en Meneses del Campo, un pueblito de apenas 40 habitantes, y desde allí atiende la llamada. Está harta de los políticos: “Tenemos gente de nuestras provincias [de las que más están sufriendo la despoblación] en las Cortes de Castilla y León y en Madrid, y no cuentan nada de lo que nos está pasando aquí. Igual que puedo ir yo y quejarme, la gente que está allí podría decirlo. Pero la política cada vez está más centralizada. No les importa”. Así que la lucha la tienen que hacer ellos, desde la trinchera, a pasitos. “Siempre que queremos algo, nos dicen que no se puede, pero ya estamos acostumbradas a conseguir cosas que al principio decían que no se podía”, sentencia Trigueros.
“Yo he visto el vaciamiento del pueblo y pensaba, pero jobar, ¿por qué no se hace nada?”, se lamenta Trigueros. “Aquí venían unos fruteros, por ejemplo, pero se ha jubilado el hermano mayor y el menor ha decidido quitar los pueblos que menos le compensan, y uno de los afectados es el nuestro. No es porque se jubilen ellos, es porque ya no es rentable. El pescadero se jubiló, hizo el traspaso a un chico joven, y este empezó a hacer números y vio que venirse desde Tordesillas hasta aquí no le salía rentable. Dejó de venir”. Las señoras más mayores no pueden conducir, así que dependen de la red comunitaria que se teje entre las abuelas del pueblo. La más joven ahora es Trigueros, de 62 años, que avisa a las demás cuando va al pueblo grande. “¿Alguien quiere algo que voy a la farmacia a Medina de Rioseco?”, pregunta por el grupo que tienen juntas. Luego recoge las recetas, se acerca al pueblo y vuelve con las medicinas de todas.
Los avances que se consiguen son lentos y muy localizados, porque las políticas desplegadas a nivel nacional no siempre funcionan. “Si quieres ir a por algo, hay que ir a por ello”, sentencia Triguero. Así han conseguido internet de calidad o un médico fijo en Meneses.
Las señoras más mayores no conducen, así que dependen de la red comunitaria que se teje entre las abuelas
Y para que el frutero que pasa por su pueblo no se vaya, todas se coordinan para comprar algo. Tomás, un poco más lejos de allí, aunque no mucho, sigue con su ruta de reparto. Hay dos temas principales en las conversaciones rápidas que va entablando con sus clientes: la niebla (“con el sol que hacía ayer”) y los tractores, que se han echado a la carretera para reivindicar mejores precios y menos competencia desleal de producto extranjero. Van directos a la ciudad, donde quizás se sientan un poco más escuchados. “Pues he estado hablando por teléfono con mi hijo y dice que están ahí parando por Valladolid”, cuenta una clienta.
Pacto de estado
Para rescatar a la España rural, Diego Loras, investigador en temas de desarrollo rural de la Universidad Pontificia Comillas, defiende que una política nacional coordinada y transversal ataque el problema desde todos los ángulos. No sirve con arreglar el internet o traer un médico fijo a un solo pueblo. “Ninguna política funciona por sí sola, no vale solo con mejorar la infraestructura o apostar solo por los servicios públicos”. Cuando la gente intenta venirse al pueblo, tiene que encontrar facilidades para trabajar, llevar a sus hijos al colegio, conectarse a internet, acceder a los servicios de salud, alquilar una casa, lo cual “no es tan fácil, pues la mayoría de las casas están en venta y es muy difícil alquilar en el pueblo”.
“Hacen falta políticas integrales, un verdadero pacto de Estado para coordinar a todas las administraciones públicas y hacer una estrategia común”, defiende Loras, consciente también de lo difícil que puede ser eso.
Vacío y silencio
Ya son las doce. La niebla persiste y el frío húmedo se cuela por los pliegos de la chaqueta. Tomás va de casa en casa vendiendo sus tomates, zanahorias, lechugas, naranjas... a señoras que salen de sus casas como si salieran de su cueva enorme y llena de habitaciones vacías, escaleras que ya no pueden subir solas y puertas que no se han abierto en mucho tiempo.
Después de un rato, Tomás llega al último pueblo de la ruta, Cabezón de Valderaduey. La Guía Repsol, en un alarde poético, lo describe a la perfección (y de paso retrata también a la España vaciada): “Merece la pena detenerse unos minutos para contemplar el silencio convertido en paisaje. Solo algunas alpacas de paja rompen la horizontalidad de este municipio vallisoletano”. Aquí, la mayoría de las casas están vacías y el bar abre cuando el dueño tiene un rato libre.
Una ruina, pero se vive mejor
“El espíritu de estos pueblos muchas veces va a contracorriente del aire tan triste que transmiten. Deli, la señora de 65 que lleva la única tienda que queda en Castroponce, no se achanta ante nada. Lleva 25 años con la tienda abierta, más por caridad que por el dinero que gana con ella. Tiene un poco de todo: desde patatas fritas, cebollas, pan de molde, galletas. Tomás entra en la tienda, le pide unas rodajas de jamón de pavo y charla un poco con ella sobre el periodista que ha venido a contar las penurias del campo. “Es una ruina. Ese es el cabecero que tienes que poner en el artículo”, dice Tomás hablando del reportaje que se va a escribir sobre ellos.
“Pues no”, se queja Deli mientras le cobra las cuatro rodajas de jamón. “Que no ponga eso porque nos asusta a la gente. Además, aquí se vive muy bien, porque otra cosa no habrá, pero tranquilidad…”, dice ella. “Nos estamos quedando despoblados, pero vivimos mejor que en una ciudad, esto ponlo también”, resalta.
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